NO
SIENTO A DIOS CERCA
«Parece que esté hablando solo», «es como si le
orara a la pared», «Dios me parece muy lejano». Esta dificultad para sentir a
Dios es una de las quejas más frecuentes en la vida cristiana y terreno
propicio para las dudas e incluso las crisis de fe si no se entiende bien el
problema. Todos hemos sentido a Dios lejos en algún momento. A algunos les
ocurre en la conversión, cuando esperan un sentimiento intenso de la presencia
de Dios y se sienten frustrados «porque no me ha ocurrido nada especial». Por
cierto, esta sensación es frecuente en los hijos de creyentes porque su
conversión es progresiva, un proceso en el tiempo que hace más improbable la
espectacularidad de una conversión repentina como la de Saulo en el camino de
Damasco o la del ladrón en la cruz. Por esta razón, algunos jóvenes llegan a
«convertirse» hasta media docena de veces (¡esta fue mi propia experiencia
siendo adolescente!) buscando la seguridad de su salvación en unos sentimientos
que no llegan. De ahí la importancia de clarificar el papel y la naturaleza de
los sentimientos en la vida cristiana, en especial para los jóvenes en la fe.
Otras veces nos ocurre en el período devocional
cuando buscamos la comunión con el Señor o incluso estando en la iglesia.
Descubrimos como una frialdad, como si la oración fuera un monólogo con uno
mismo o como si estuviéramos totalmente solos.
¿A quién afecta este problema?
Empecemos por decir que esta experiencia es
universal, afecta a todos los creyentes, incluso a los más maduros y santos.
Por ejemplo, los salmistas nos han dejado escrito el testimonio de momentos
espirituales cuando Dios les parece un ser lejano e irreal. Al estudiar los
Salmos sorprende las veces en las que aparece el adverbio «lejos» referido a
Dios. «Por qué estás lejos, oh Jehová, y te escondes en el tiempo de la
tribulación?» (Sal. 10:1). «¿Hasta cuándo, Señor, me olvidarás para siempre?
¿Hasta cuándo esconderás tu rostro de mí?», inquiere David en el Sal. 13:1. Un
estudio detallado de los salmos es un filón para conocer los altibajos
espirituales de grandes hombres de Dios, en especial del rey David. En los
salmos encontramos como un diario íntimo de su lucha por sentir a Dios cerca y
experimentar la misericordia y la presencia del Señor. Por ello este libro de
la Biblia se ha convertido en un libro de vigencia permanente para todos los
creyentes, porque en él vemos, como en un espejo, nuestras propias luchas
espirituales.
¿Cuáles son las causas?
En estas ocasiones cuando Dios parece muy distante
la causa del problema no está, desde luego, en él. Su proximidad a nosotros no
depende de si lo sentimos o no. La sencilla ilustración del sol y la nube es
muy útil para entender esta realidad. ¿Brilla el sol en un día nublado? La
respuesta es sí. El sol está brillando, pero por encima de las nubes. Se ha
interpuesto una nube que me impide verlo y sentirlo, pero la distancia entre el
sol y nosotros no ha variado un ápice. La realidad subjetiva, tal como la veo
yo, es que el sol ha dejado de brillar. La realidad objetiva, no obstante, es
que el sol sigue brillando exactamente igual que siempre. Si pudiéramos
remontarnos hacia arriba, por encima de las nubes, nuestra visión subjetiva
cambiaría por completo.
¿Cuáles son estas nubes? ¿Qué causas producen la
dificultad para sentir? A veces son causas pasajeras, duran unas pocas horas o
días y, luego, desaparecen. Entre ellas destacan el cansancio y el stress.
Ambas actúan sobre nuestra capacidad de sentir en general, no sólo espiritual.
El agotamiento, físico o emocional, va a secar nuestros sentimientos. Mientras
dure este estado, no podemos esperar otra cosa que dificultades para sentir a
Dios. Por tanto, si empiezas a orar y Dios te parece lejano, la primera
pregunta que debes hacerte no es: «¿Hay pecado en mí? ¿Me ha olvidado Dios?»,
sino «¿Estoy cansado?, ¿necesito dormir o comer?».
Un síntoma que suele acompañar al cansancio es la
irritabilidad, la dificultad para el autocontrol; nos enfadamos con mucha
facilidad cuando estamos cansados. La mayoría de discusiones o roces familiares
ocurren al final del día, al llegar a casa después de una jornada agotadora, lo
cual nos alerta a no «bajar la guardia» hasta que hayamos descansado un poco.
La tensión acumulada durante el día la hacemos salir en forma de agresividad
con los que menos culpa tienen.
El stress también afecta mucho la vida espiritual,
sobre todo si se asocia con depresión. Ello es así porque altera nuestra
percepción de la realidad, nos hace ver las cosas de forma distorsionada, como
unas gafas mal graduadas. Veamos dos ejemplos de la Biblia: Moisés, en un
momento de su ministerio, estaba profundamente deprimido (Nm. 11:10-17). Incluso
llega a tener ideas de muerte: «yo te ruego que me des muerte» (Nm. 11:15) le
suplica a Dios. La causa de esta depresión severa era su agotamiento emocional:
«No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía»
(Nm. 11:14). Observemos que Dios no responde a Moisés con reprensión, no hay ni
una sola palabra de condena o rechazo. Por el contrario, le proporciona una
salida: «Reúneme setenta varones... y llevarán contigo la carga del pueblo, y
no la llevarás tú solo» (Nm. 11:16-17). La depresión no es en sí misma un
pecado, de ahí la actitud comprensiva del Señor. Moisés se sentía agotado y
deprimido y ello le impedía ver la realidad tal como era; veía las cosas peor,
más negras, entrando así en un fatal círculo vicioso lleno de oscuridad.
El otro ejemplo, en el Nuevo testamento, nos
muestra a los apóstoles en una situación emocionalmente parecida a la de
Moisés: estaban luchando contra las olas, «remando con gran fatiga», en medio
de una fuerte tormenta en el mar de Galilea (Mt. 14:22-33). Era un momento de
gran stress porque el oleaje les impedía avanzar y sus vidas corrían peligro.
Jesús, al verles en esta situación límite, «vino a ellos andando sobre el mar»
(Mt. 14:25), pero ¡los apóstoles le confunden con un fantasma! ¿Qué les había
ocurrido para cometer este notable error de percepción? ¿Por qué se equivocan y
gritan «un fantasma»? La abrumadora tensión del momento había distorsionado su
visión. Cuán consoladora la actitud de Jesús ante su fragilidad: «¡Tened ánimo;
Yo soy; no temáis!» El stress altera nuestra capacidad para percibir a Dios, y,
como los apóstoles, a veces somos incapaces de reconocer al Señor en medio de
las tormentas de la vida.
Así pues, nos costará a veces sentir a Dios cerca
porque estamos muy tensos o cansados. Un efecto muy parecido produce la
depresión. Uno de sus síntomas principales es la dificultad para sentir ilusión
o placer. Los sentimientos parecen anestesiados y la persona está
desinteresada, apática. Por ello, el deprimido puede confundir la causa de su
problema -la depresión- con sus consecuencias, la aridez espiritual. Es
importante diferenciar entre ambos a fin de no acumular falsos sentimientos de
culpa.
Escuchemos el testimonio personal de una joven en
circunstancias de depresión:
«Cuando levantaba mi voz a Dios, sentía como mis
propias palabras chocaban en el techo, rebotaban, y se volvían contra mí,
aplastándome... ¿Con quién estás hablando? ¿A quién te diriges? ¿No ves que
eres hipócrita? ¿No ves que no sientes nada de lo que dices? Eres falsa. Mi voz
no podía llegar hasta él. Había como un cristal que me separaba de Dios; yo
sabía que él era real, que estaba ahí, pero, sin embargo, me era imposible
sentirle, me sentía muerta. Dios era para mí un ser lejano, distante, un Dios
ausente, imposible de alcanzar, estaba perdiendo la fe, a la vez que me sentía
rebelde contra Dios».
En ocasiones la depresión no se manifiesta de forma
pasajera, sino crónica. Se le llama personalidad depresiva. Forma parte del
carácter. Tiene síntomas parecidos a la depresión, pero de menor intensidad.
Suele remontarse a la infancia y está relacionada con traumas y heridas del
ambiente familiar. Un niño que no se siente valorado adecuadamente, al que no
se le estimula para tener una autoestima sana, vivirá luego, de adulto,
dominado por sentimientos de incapacidad e inferioridad. Tomemos como ejemplo
un joven cuyo padre pensaba que su hijo no necesitaba oír frases positivas y de
ánimo porque ello le convertiría en un «creído»: «Eres un desastre, no sirves
para nada. Siempre serás un inútil». Este era el alimento emocional que recibió
este joven. Tales comentarios van forjando en el niño los sentimientos de
minusvalía típicos de una depresión crónica.
Es muy importante saber que a la personalidad
depresiva le costará sentir el calor y el amor de los demás. Puesto que no ha
aprendido a recibir el afecto de su primer amor, padre o madre, le va a costar
mucho llegar a sentir el afecto de sus amores posteriores: novio, novia, amigos
y Dios mismo. Esta persona no logra sentirse amada; sabe que le quieren, pero
no lo siente. Este problema, que puede afectar seriamente la vida matrimonial,
también se manifestará en su vida espiritual: Dios le parece siempre lejos
porque es incapaz de sentir su amor.
Sabremos que el problema es emocional y no
espiritual porque abarca a todas las esferas de sus relaciones, no sólo su vida
espiritual. Si el problema estuviera en su relación con Dios, a causa de un
pecado por ejemplo, la carencia de sentimientos afectaría sólo esta esfera. Al
depresivo le cuesta sentirse amado en cualquier relación un poco profunda.
Observamos, por tanto, cómo los sentimientos son
frágiles y están expuestos a oscilaciones frecuentes. Son como un fuego que se
apaga o se enciende según las condiciones del tiempo; basta un poco de lluvia
para extinguirlo. Por ello no son un termómetro fiable para medir la calidad de
nuestra oración ni mucho menos la profundidad de nuestra fe.
¿Qué importancia tienen realmente los sentimientos
en la vida cristiana?
Tres consideraciones nos ayudarán a responder a
esta pregunta como conclusión al tema:
La fe es una experiencia global: «con todo tu
corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente»
En primer lugar, la vida espiritual, la fe, implica
a toda la personalidad humana, no a una sola de sus dimensiones: la voluntad,
que se manifiesta en decisiones; la mente, que se manifiesta en pensamientos, y
el corazón o las emociones que se expresan en sentimientos. Estas tres partes
deben guardar un equilibrio armónico porque ninguna de ellas es mejor o
superior a las demás. La fe debe tener sentimientos; no puede consistir en un
ejercicio frío, intelectual. Pero no puede ser sólo emocional porque ello sería
como espuma que se desvanece y no permanece. Lo mismo podríamos decir de la
mente y de la voluntad. En la vida de fe equilibrada toda la personalidad está
en acción y no sólo una parte de ella. Debemos acercarnos a Dios de la misma
forma que se nos pide que le amemos: «con todo tu corazón, con toda tu alma y con
toda tu mente» (Mt. 22:37).
Evitando la hipocondría espiritual
En segundo lugar, la fe en general y la oración en
particular no es algo que ocurra sólo dentro de nosotros. No ocurre dentro ni
tampoco fuera. Ocurre entre. Es una relación entre Dios y nosotros. Ello debe
librarnos de centrar nuestra preocupación sobre el estado interior: «¿qué
siento?, ¿cómo estoy?». La mirada debe fijarse en Dios. Cuando dejamos de mirar
al Señor para fijarnos en nosotros mismos quedamos expuestos a una tentación
sutil de Satanás: la hipocondría espiritual, es decir una preocupación excesiva
por mi «salud» espiritual. Un poco de introspección es buena porque puede
proporcionar luz; pero demasiada introspección nos puede convertir en
cristianos neuróticos, más pendientes de nosotros mismos que de Cristo. La
exhortación de Heb. 12:2, «puestos los ojos en Jesús», es fuente de salud
espiritual porque nos libra de caer en un auto-examen excesivo que conduce a la
parálisis. C.S. Lewis escribió en su libro «Cartas a un diablo novato»: «Mantén
la mente de tu paciente concentrada en su vida interior... que su atención se
enfoque principalmente sobre sus propios estados mentales». Este es el consejo
que el diablo le da a su aprendiz a fin de hacer fracasar la vida de oración
del creyente recién convertido.
Distinguiendo entre sentir a Dios y el sentido de
Dios
Por último, necesitamos cultivar la presencia de
Dios en nuestra vida. Para ello hemos de distinguir entre sentir a Dios y el
sentido de Dios. Son realidades distintas. Sentir a Dios constantemente es
imposible porque mientras siento no puedo hacer otra cosa, requiere una
atención exclusiva, de lo contrario el sentimiento desaparece. En cambio,
desarrollar el sentido de Dios en mi vida es tomar conciencia de la presencia
continua del Señor en mí; expresándolo en otras palabras, es tener conciencia
de Dios. Esto constituye una actitud vital. Yo puedo estar inmerso en una tarea
absorbente y, por tanto, incapaz de sentir a Dios. Pero sé, soy consciente de
que Dios está ahí, conmigo y –a través de su Espíritu- dentro de mí. El monje
Nicolás H. de Lorena lo puso en práctica de manera admirable. En medio de sus
tareas como cocinero practicaba lo que él llamaba «una conversación con Dios
habitual, silenciosa, secreta». Y su consejo era que «debemos desarrollar el
sentido de la presencia de Dios conversando continuamente con él».
La Biblia describe esta hermosa realidad espiritual
con expresiones como «ser temeroso de Dios» o «vivir en el Espíritu». Dios es
tan central en nuestra vida, está tan presente que lo preside todo. Es «caminar
con Dios» como hizo Enoc (Gn. 5:24). Es vivir «como viendo al Invisible» (Heb.
11:27). Es requerir la presencia del Señor en nuestro andar diario: «Si tu
Presencia no ha de ir conmigo…» (Éx. 33:15). Esta debe ser la meta primera de
nuestra fe: vivir con y para Dios, no tanto sentirle cerca. En el momento en
que dejes de obsesionarte con los sentimientos, éstos fluirán de manera natural
y paulatina.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario